Hacía días que pensaba escribir algo sobre Solzhenitsin, pero me terminaba ganando la tónica diaria. Y lo hago consciente de que su nombre sólo significa algo para la gente mayor de 40 años, que además haya leído mucho, haya estado atenta al devenir internacional, haya sentido realmente lo que fue la Guerra Fría y conozca del poder de las ideologías. O sea, muy poca gente.
Pero el hombre fue un titán, por más que se haya vuelto un reaccionario nacionalista-religioso en su vejez, y debemos hablar sobre él, sobre todo porque fue uno de los hombres clave que propiciaron la caída del comunismo viviendo bajo su opresión, junto al polaco Walesa, el yugoslavo Djila, el húngaro Nagy y el checo Dubcek. Estos caballeros erosionaron profundamente dicho sistema, ya sea denunciando su cruel totalitarismo (Solzhenitsin y Djilas), ya sea a punta de huelgas obreras (Walesa), ya sea encabezando gobiernos rebeldes al Imperio Soviético (Nagy en 1956 y Dubcek en 1968).
Porque había que tener unos inmensos pantalones para enfrentarse a un orden que llegó con el estalinismo a unos niveles de crueldad y matanzas similares a los hitlerianos, sólo que aquí la carnicería no fue a gas ni étnica.
Dicen que el Infierno es hirviente (con llamas que queman pero no alumbran, no se apagan y no consumen al condenado, como aclaraban los teólogos medievales), pero para Solzhenitsin debió ser un lugar más bien helado, pues si algo sintió fue el frío más extremo en una colonia penal cercana al Círculo Polar en el siberiano río Kolyma, al que lo envió primero Stalin por criticarlo en unas cartas. Fue el comienzo de su peregrinar por el Gulag (o Dirección General de Campos de Trabajo), como se conocían a las cárceles políticas soviéticas. Como éstas eran muchas y dispersas por la inmensidad rusa, tituló Archipiélago Gulag al libro que le dedicó a estos mataderos gélidos. Allí se suponía que se reeducaba a aquel que osara criticar al comunismo, pero la idea era más que se pudran y se mueran por el trato bestial.
Recuerdo que tendría unos 14 años cuando hallé el libro por primera vez en la biblioteca paterna. Fui tan ingenuo que acudí al mapamundi a buscar esas islas al ver el título. Luego me metí a leerlo (°sí, era un adolescente aburrido¡) y me impactó mucho vitalmente. Me apabullaron lugares tan horrendos, pero lo que más me chocaba era que aún existiesen comunistas después de saber de eso. Cierto, ya sabía del espanto de los campos de concentración nazis, pero casi no existía nadie que defendiese a los hitlerianos, por lo menos abiertamente, como sí escuchaba a la izquierda local elevar loas ciegas a un sistema que volvía una cárcel ordenada la vida de los hombres o que mandaba al Infierno a quienes no les gustase ese penal. Desde allí llegué a la conclusión, que aún mantengo, de que para ser comunista a estas alturas tenías que ser muy hijo de puta y muy obtuso, pues éstos son iguales de malvados que los nazis: Abimael revalidó esta creencia.
Tiempo después me encontré otra vez con Solzhenitsin. Esta vez fue en la universidad, donde un buen cura nos dio a leer su discurso de aceptación del Nobel. Me dejó con la boca abierta tanta profundidad. Recomiendo sinceramente leerlo, que es portentoso. Pueden hallarlo en www.laeditorialvirtual.com.ar
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