-No entiendo la absoluta falta de imaginación de algunas personas, que están echadas en metros de oro en medio de las carencias que lloran. ¿El director y los padres de familia del colegio sanisidrino Alfonso Ugarte no se dan cuenta de que con tan sólo vender la mitad del terreno ya han sacado una fortuna y pueden edificar un supercolegio en los metros que les quedarían y encima crear un fondo para poder contratar a los mejores profesores, poner laboratorios de inglés y computadoras personales, buses para movilidad, regalar paquetes de libros, darles suplementos vitamínicos a los alumnos, etc.? Claro, lo más cuerdo sería vender todo el colegio y moverlo, pero ya, con que tan sólo vendan la mitad ya pueden hacer muchísimo. Algo similar sucede con las otras Unidades Escolares (¡qué gran ministro de Educación fue el general Juan Mendoza Rodríguez, que sembró el país de buenos colegios! Por muy, muy lejos el mejor en ese cargo. Gran olvidado. Ni una calle lleva su nombre), sobre todo las ubicadas en sitios atractivos comercialmente, como las avenidas Benavides, Primavera o La Marina. Lo mismo podría pasar con la Universidad de La Molina. Si yo fuera el rector, la vendo y me mudo a Cieneguilla o, no sé, le compro Campomar a la necesitada “U” para tener un terrenazo al lado de la desembocadura del río Lurín con el fin de edificar un nuevo local. Así, tienes campo y harta agua potable para tus investigaciones y prácticas, con playa además para que los alumnos hagan deporte. Y te sobraría dinero para invertir en mejorar la universidad. O las mismas San Marcos y la UNI. Estas podrían negociar sus inmensos campus a muy buen precio y mudarse por la Panamericana Sur (Lurín, San Pedro) o a las extensas pampas de Piedras Gordas (Ancón), por ejemplo, amén de contar con recursos frescos. Pero no. No. Lo fácil es quejarse, extender la mano para pedir y oponerse a cualquier iniciativa medianamente audaz o imaginativa. Esa es la mediocridad horripilante, tan cagona, que nos sofoca como país.
-Conducir en Lima es como practicar uno de esos juegos de consola tipo X-box o PlayStation. Uno imagina que la luna frontal es la pantalla y que el juego consiste en esquivar cada agresión que se ve venir (combis, camiones, mototaxis, los otros autos, “lanchones” en el centro, peatones que se te abalanzan, pirañitas, pistas rotas, calles en reparación, rompemuelles, huecos lunares, taxis que paran de golpe en cualquier lado, lentitos que manejan por la izquierda, vías preferenciales y “Pare” cual adornos, vehículos que entran de frente y a toda velocidad en los óvalos, te adelantan por la derecha, etc.), acumulando mentalmente puntos. Todo este juego viene sazonado con bocinazos, cortinas de smog que te tiran de los tubos de escape, lisuras, alcaldes ineptos, policías corruptos y cosas harto inusuales como “autopistas” de dos kilómetros con peajes, acróbatas y hasta lanzafuegos. Creo que imaginar que estás en un juego –tipo esa vieja película Tron- mientras manejas es la única manera de conservar la salud mental y hasta entretenerte.
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