A pedido de la afición, repito una vieja columna que creo que retrató a toda una generación. ¡Sin alusiones personales!:
Naciste en los años 40 ó 50. Tu abuelo fue un abogado linajudo de apellido compuesto, de cuya herencia la familia tiró lo que pudo, pues papá era simpático pero bueno para nada y mamá una pituca que vivía en un mundo más caro del que podían pagarse: el famoso “qué dirán”. Eran lo que se llamaba en la Lima antigua “blancos calatos”. Comían frijoles y eructaban pavo. Bajito, enjuto y tímido. Colegio de curas estrictos (y a veces toquetones). No eras popular. Nunca te regresó el yo-yó ni te bailó el trompo; perdías tus canicas. Tu carrito no seguía la línea. Jugabas pésimo fútbol y tus chistes eran mongos. Algo bueno en los estudios. O “lorna” o no te hacían caso. Te gustaba chancar a los chanchitos del jardín. Te costó montar bicicleta y aprender a nadar. Los perros siempre te gruñeron por miedoso. No exhibías los mismos lujos de tus condiscípulos pitucos y resentías eso. Bailabas mal. Las chicas de tu clase social te ignoraban: ¡“rebotaste” harto! Te fue mal en Ancón. No te sentías de ese mundo, aunque también te repelía el popular. Muy religioso y virgen hasta los 17 años. Amaste a Herman Hesse. Entraste a una universidad de jesuitas rojos bajo una dictadura militar de izquierdas. Siempre sentirás culpa frente a los pobres. Papá fue perseguido y la familia de mamá perdió el fundo (por eso hasta ahora detestas a los militares). Hallaste una nueva religión: el marxismo. ¡Allí sí te pararon bola! Pero todos siempre tus iguales: blanquitos miraflorinos, de apellido compuesto o sonoro. ¡Nada de cholos! Hierba, Beatles, Donovan, Giecco, Serrat, Sosa, Piero, Cabral, Rodríguez, Milanés y sexo en el VW. Odiabas –y odias aún– a EEUU. Jugaste a la revolución. Todo era hablar. Te encantaban las siglas. Ibas –y vas aún– a las barriadas apretándote la nariz. Paporreteabas a Hanecker, Sartre, Gustavo Gutiérrez, Lacan, Gramsci, Dorfman, Vallejo, Arguedas, Foucault, Sweezy, Mariátegui, Neruda, Althusser. Tenías un póster del “Che”. Usaste pelo largo, sandalias, bufandas y bolsas incaicas. Nunca corbatas. Repetías eslóganes. Lloraste a Allende. Jamás aguantaste a los cholos radicales de San Marcos y detestas aún a los cholos apristas. Acabaste Derecho o Sociología o Antropología. Te entusiasmaron los sandinistas y el Farabundo Martí. Intentaste hacer política, pero no tenías carisma, presencia, labia o cojones. Tu partidito nunca creció, despreciabas a los sindicalistas y a Barrantes por cholos y temías ir a la lucha armada, aunque saludabas la violencia . Y colaboraste a destruir a IU por infantil. Llegaron tus 30 y seguías flotando de trabajitos que conseguía papá, hasta que un pata te habló de algo que se llamaba... ONG. ¡Bingo! Ahora los europeos te mandan harto billete para aliviar sus culpas de conciencia de vivir bien en un planeta donde la mayoría vive muy mal. Te va súper bien: el rollo de los Derechos Humanos no tiene pierde. Viajas harto, vas a “La Gloria”, tienes 4x4 y ganas en euros. Los gringos te invitan a la embajada. Haces redes con latinoamericanos igualitos a ti. Contratas a tus patitas. Se creen los protagonistas: todos debemos obedecerlos o somos unos monstruos. No.
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